Supongo que el tiempo ha desviado los hogares de nuestras almas hacia otros pueblos andaluces. Teníamos todas las de ganar, un sentimiento grabado en nuestras sonrisas que con solo mostrarlas ya se hacían los días más grandes para guardar en el recuerdo. En esos días nos decíamos a nosotros mismos que todo iba a ser como ahora, como antes, como el día de mañana. Parecía que volábamos sobre esos tejados de Pórtugos, sin miedo a que se derrumbaran. Nos montamos en el columpio que giraba y yo, más mareado que nunca, cerraba los ojos soñando que no parase. El viento puede azotar tan fuerte que se puede llevar cosas como éstas; en este caso, nuestra felicidad era algo muy frágil que podía alzarse como una pluma y caer como una roca. No me cuestiono qué es lo que ha pasado, en parte, todo lo que llevábamos no se ha ido del todo. Escribo esto no porque hayamos perdido lo que un día tuvimos sino porque nos es imposible sacarlo de nuevo a la luz para que brille tanto como antes. Aún sigo viendo caras, miradas, gestos que un buen día me guiñaron en el corazón. No me he rendido porque esto no es una guerra, solo una circunstancia irreversible, inmutable. A pesar de que ya no nazca esa magia al pisar Albuñuelas, Pórtugos o simplemente Lanjarón yo me quedo con mis sueños en los que sigo girando en el columpio, viendo como el cielo se rompe en mil pedazos; me quedo con los nervios antes de salir al escenario; me quedo con la unión de antes. Me quedo.

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